viernes, 15 de julio de 2016

VIEJAS HISTORIAS DE CASTILLA LA VIEJA



Leí hace poco, seguidamente, Las ratas, y La sombra del ciprés es alargada. El primero me pareció interesantísimo, por la naturaleza del paisaje y la geografía humana que describe, armado de un castellano de botijo y pedrería, labrado a fuerza de ver pasar los siglos.

El segundo, en cambio, no llegó siquiera a entretenerme, a pesar de con él obtuvo el Premio Nadal en 1947. Su argumento me resultó forzado, y hasta cierto punto trivial. El personaje principal vive un conflicto absurdo, o que al menos así se presenta a la mentalidad contemporánea. Si esto fuera como digo, y no sólo una impresión mía, se trataría del argumento definitivo para no considerarlo un clásico. Lo mejor, nuevamente, es el retrato que hace de la sociedad abulense de la época, y quizás la figura de Alfredo, el amigo de Pedro, el protagonista. A partir del momento en que éste crece, sin embargo, la narración se hace vertiginosa, como si el diapasón general de la obra hubiera cambiado, sin que ello la favorezca. Habría que analizar si no subyace detrás de la novela un cierto nihilismo, dado el nudo temático y las conclusiones de la historia. Esta circunstancia, al no verse superada por la maestría técnica del autor, puede influir para que se lea de un modo un tanto cansino.

El breve texto denominado Viejas historias de Castilla la Vieja, sin embargo, me parece sobresaliente. Se trata de dieciocho narraciones muy cortas, en las que regresa a la temática de Castilla, probablemente su fuerte. Hay una en particular que me impresionó, por su humanidad (o falta de humanidad) y la expedita resolución con que sus páginas contienen todo lo que parece y mucho más: se llama "El teso macho de Fuentetoba". La recomiendo vivamente, así como el resto de los frescos que contiene. Es casi lo mismo que ver una seguidilla de fotos de Ortiz-Echagüe, pero tomadas con palabras.

Santiago, 15 de julio de 2016.

viernes, 15 de marzo de 2013

CUENTOS DE HORACIO QUIROGA






Acabo de terminar una edición bastante completa de los cuentos de Horacio Quiroga, el llamado “maestro uruguayo”, aunque pasó casi la mitad su vida en Argentina; siendo además hijo de padre argentino. Confieso que, en general, soy reacio a leer autores hispanoamericanos, con la excepción de Borges (que es, por supuesto, el menos hispanoamericano de todos). Mi criterio es muy simple, y totalmente personal: existiendo tanto gran escritor en la tradición europea, e incluso norteamericana, no parece aconsejable comenzar por lo más periférico. El tiempo es un bien escaso, y es de sabios administrarlo correctamente. Esto, desde luego, no quiere decir –como más de alguien podría estar concluyendo- que no exista o no pueda existir un “gran maestro” hispanoamericano (o africano, o asiático, etc.); sino simplemente que me gustan o interesan más los europeos, por diversas razones cuya justificación nos alejaría ahora del tema Digamos entonces, como opción de lectura propia, que hay que estar atento a lo que ocurre en el exterior, pero instalado en el Viejo Continente.
Sostenía que la edición es completa; un volumen que reúne las seis colecciones de su narrativa breve: Cuentos de amor de locura y de muerte (1917. Nótese que, por expresa indicación del autor, el título no lleva coma); Cuentos de la selva (1918); El salvaje (1919); Anaconda (1920); El desierto (1924) y Los desterrados (1926). Se trata de la versión de Editorial Díada (Buenos Aires, 2008), con un extenso estudio preliminar de Luis Benítez, poeta, narrador y ensayista argentino, miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía.
Mi primera impresión es una alarmante sorpresa: las narraciones del paradigma del cuento sudamericano, “el maestro indiscutido” -como reza la contratapa- me resultan malísimas. De inmediato me vienen a la cabeza las palabras de Borges, citadas también por Benítez: “Horacio Quiroga es, en realidad, una superstición uruguaya. La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza”. Este veredicto parece verse ratificado por la lectura. No en vano decía Rodríguez Monegal que, de los cerca de doscientos cuentos que escribió, sólo unos cuarenta eran rescatables[1]. Yo creo -después de terminar de leer el volumen- que la opinión del más conocido de sus críticos es extremadamente generosa.
Hay, sin embargo, que hacer algunas distinciones. La primera colección -Cuentos de amor de locura y de muerte- comienza con una historia autobiográfica (Una estación de amor) que no supera, en mi opinión, los estándares mínimos del género, y encima repite su estructura narrativa dos cuentos después. Este conjunto incluye sin embargo una pequeña joya, que para mí es el mejor cuento de todos los que escribió. Al leerla, tuve la sensación de alguien que, caminando por una calle periférica, descubre en un escaparte mugriento de librería sin esperanzas alguna primera edición extinguida hacía mucho tiempo. La sola presencia de esta narración, aunque fuera la única- demuestra que Quiroga no es un mal escritor, sino un escritor desigual. La historia a la que hago referencia es La gallina degollada. Su núcleo argumental es simple, y su prosa sin mayor desperdicio. El autor consigue un final excelente, aunque no por ello menos predecible. El mejor cuento de toda la colección.
Nadando un poco más adentro, yo rescataría también El solitario; A la deriva; El alambre de púa y La meningitis y su sombra. El primero tiene una estructura similar a La gallina, pero de inferior calidad. El segundo, en cambio, me gustó mucho, por su brevedad y espontáneo dramatismo. Se destaca aquí una de las características de la narrativa de Quiroga: los cuentos ambientados en la selva tienen, en general, muchísima más calidad que los situados en zonas urbanas; salvo raras excepciones. Es como si perdiera calidad cuando se aleja de las zonas tropicales (la narraciones que transcurren en Europa son por completo prescindibles). En El alambre de púa se inaugura su veta antropomórfica, por cuanto los protagonistas son caballos y vacas, con un nudo literario interesante y recio. La última narración mencionada es una historia de amor según los usos románticos de la época. Sin salir de los estereotipos, consigue a mi juicio comunicar cierta emoción, probablemente porque muchos quisieran vivir el desenlace.
En lo relativo a la segunda colección -Cuentos de la selva-, se cumple lo anunciado anteriormente: son relatos donde los animales actúan con personalidad humana, y tienen sus mismas pasiones. Se trata de cuentos que podrían darse a leer a un niño; algunos por su trama inconmensurable (como La tortuga gigante); otros, por su alabanza de virtudes como el agradecimiento o la lealtad (La guerra de los yacarés). No son, sin embargo, narraciones de gran valor literario. Para mi gusto, la mejor de todas es Las medias de los flamencos; muy conocida, por lo demás.
Del conjunto agrupado bajo el título de El desierto, me resultó interesante sólo una narración, denominada Una conquista; sobre un escritor y su admiradora femenina, que tiene un desenlace escalofriantemente real, y muy poco apto para vanidosos.
El grupo final exhibe la que yo llamaría su segunda mejor historia, entre las aquí contenidas: El hombre muerto. Quiroga, sin embargo, se copia mucho a sí mismo; esta narración remeda en cierta forma A la deriva, antes mencionada, aunque sin perder su efecto, que se concreta ya en las primeras líneas del cuento (exactamente igual que el otro).
Sería interesante analizar el papel que desempeña la naturaleza en su universo literario. Los cuentos ambientados en la selva son recios, como pan de campo; sin aspiraciones de refinamiento. Cuentos que van a la historia como quien va a quitarle el hueso a las aceitunas; narraciones vivenciales, de experiencias vitales, que tienen urgencia por desembocar en un final que, frecuentemente, sorprende o espanta. Otros parecen infantiles, pero son en realidad violentos. Dan la impresión de estar construidos sobre una pedagogía desencantada. Cada vez me convenzo más de que la vida de un escritor es generalmente inseparable del horizonte hermenéutico que justifica su obra; no sólo por las temáticas que cada cual aborda, sino particularmente por las claves de sentido que se incorporan en sus escritos, y que van creciendo a medida que la obra avanza. Sugiero leer la biografía de Quiroga antes de aventurarse en su narrativa. Su vida sorprende, y ayuda a explicar muchos mecanismos presentes en sus cuentos, que son, con más frecuencia de lo deseable, infantiles; ingenuos y mal escritos; cuentos que podrían haber sido objeto de los afanes de un niño de trece años, como La llama; difícilmente justificables en su baja calidad por la influencia del modernismo, ni menos por el realismo o el naturalismo francés, que tanto le gustaba. Su nominación como “padre del cuento hispanoamericano” le queda tan grande como el Premio Nobel a Tony Morrison.
A la hora de dedicarle algún tiempo, el lector puede hacer, obviamente, lo que quiera; pero yo si fuera usted me atendría a mi recomendación.



[1] Emir Rodríguez Monegal, prólogo a Horacio Quiroga. Selección de cuentos, Montevideo, 1966, p. 28. Citado por Augusto Soiza Larrosa, “Dos enfermedades psiquiátricas en la narrativa de Horacio Quiroga”, en Salud Militar, vol. XXVIII, n. 1 (2006), p. 109. 

martes, 6 de noviembre de 2012

EL OBSCENO PAJARO DE LA NOCHE





Empecé a leer este libro cuando tenía veinticinco años. En aquel entonces, tuve la sensación de que se trataba de una enorme casa deshabitada, con muchos patios, pasillos, salas y dormitorios, sin que necesariamente estas habitaciones o espacios habitables tuvieran contacto o relación entre sí. De este modo, pasabas de una estancia alhajada con muebles de época, a un patio con cántaros y vasijas; o de un cuarto de baño blanco de azulejos grandes, a una cocina con paredes cubiertas de teselas multicolores. Lo más extraño eran los pasillos. Los había pequeños y grandes; rectos y transversales; la mayoría de ellos tortuosos como las ramas de un sarmiento, a veces no marcados siquiera por una coma, a guisa de mojón de camino rural, en este universo de figuras evanescentes.
Recuerdo que me gustó mucho la historia que se asoma a la altura de la página 34 de la edición de Seix Barral (Santiago, 1987, cuya portada preside este comentario), sobre la niña y la nana-bruja que se sale del cuerpo para convertirse en la esquiva perra amarilla que asusta a los huasos las noches sin luna. Debo confesar, sin embargo, que la narración central de las viejas y el niño imaginario oculto en el caserón, y del Mudito y la Iris Mateluna con el gigante que era y no era don Jerónimo de Azcoitía, acabó por hartarme, y abandoné el solar de la cosmogonía donosiana para perderme en las calles de otras fachadas más atractivas.
Y he aquí, pues, que la retomo tantos años después, con parte importante de la literatura occidental subida a las alforjas. La impresión, qué duda cabe, es distinta.
Vuelve a impresionarme positivamente el adecuado manejo de los adjetivos, como si fuera un tallador que quita lo que sobra para apuntar un relieve. Las palabras flotan en un lenguaje suelto, que las lleva con gracia; y a veces con distinción; parecen pequeños abalorios que hacen de sonajero en la muñeca breve de una aristocrática quinceañera. Cito un párrafo ejemplar que muestra con holgura lo anterior: “los ojos de Jerónimo, a medida que Inés lo hizo sortear cajones, sacos, fardos, fueron desprendiendo de la oscuridad la altura del techo envigado de donde colgaban arneses y riendas. Pero al acercarse a un murallón de fardos, un olor distinto desplazó a los armoniosos olores naturales: olor a ropa vieja, a brasero, a comida recalentada, a cosas ennegrecidas por el humo, ajenas al espacio noble de la bodega. Un resplandor dibujó una línea minuciosamente erizada de pajitas. En ese rincón resguardado por el muro de fardos la luz temblona de una vela rescataba algunos objetos. Las sombras blandas de los barrotes del catre bailaban flojas sobre el muro donde santos desteñidos bendecían el tiempo agotado de calendarios pretéritos…” (p. 182).
Meterse en la narración es la mayor parte de las veces, sin embargo, como nadar en un agua densa. El obsceno pájaro de la noche es la Fosa Messel en la arqueología del universo de Donoso: debido a la ausencia de corrientes, el agua del fondo no se mezcla con las capas superiores, y no puede en consecuencia captar el oxígeno de la atmósfera. El agua es tan rica en algas, que cuando éstas mueren, se hunden hasta el fondo y se transforma en légamo. La combinación de este tupido fango mata casi todas las bacterias, permitiendo que los animales y personajes que mueren y se hunden hasta el fondo, descansen sin ser perturbados por toda una eternidad, pudiendo volver a la vida en la plenitud de su fosilizada exuberancia.
Avanzar en esas páginas apretadas de letras es como nadar esquivando un cardumen de sardinas. Hay momentos en que uno se pregunta si valdrá la pena el esfuerzo de perseverar, como en los entresijos de Por el camino de Swann. Al final, Donoso no es Proust, y las sardinas nos vencen; nuevamente, tantos años después.
Esta suerte de epopeya narrativa que, como dice Camilo Marks, constituye “quizás una de las creaciones literarias más excesivas, más espeluznantes, más siniestras que se han concebido en nuestra lengua…en cuanto al horror y la imaginación devoradora de la trama, nada parecido se ha escrito antes o después de esta enorme novela…” (Canon. Cenizas y diamantes de la narrativa chilena, Debate, 2011), contiene, me temo, otra razón más de fondo para que personas como yo no consigamos terminarla, ni siquiera en distintos momentos de la vida adulta. Esta razón es, sin eufemismos, que se trata de una novela repugnante.
La palabra “repugnante” indica una cierta alteración del estómago, con náuseas, por la visión o percepción de algo desagradable. La impresión de lo desagradable causa aversión, que consiste a su vez en el deseo de la separación o distanciamiento de aquello que causa la repugnancia; como lo indica su etimología en la voz avertere, que significa “apartar” o “alejar”. Esta misma sensación me invadió con otra lectura, hace ya unos diez años, y padecí idéntico impulso de alejar, con disgusto, el volumen, que no volví a abrir. Se trataba, en tal caso, de Las partículas elementales, del irregular y excéntrico escritor de lengua francesa, Michelle Houllebecq.
En ambas novelas puede encontrarse, rastrearse e identificarse un elemento común: la obsesión por la sexualidad inmunda; es decir, una sexualidad que supone la corrupción de su materia propia, y que no sólo ofende a los sentidos, sino que también es contraria al principio básico de la salubridad. El Obsceno pájaro de la noche, como su nombre lo indica, está plagado, sembrado, hinchado de referencias sexuales mezcladas con imágenes desagradables, soeces y sucias (en sentido literal) que, a la luz de las revelaciones de las que pueden hacerse acopio leyendo los diarios del autor seleccionados por su hija Pilar, se vuelven todavía más turbias y arrojan una vaharada de mal aliento sobre la imagen de Donoso.
Juguemos un poco más con el idioma, gracias al virtuosismo de Roque Barcia y su maravilloso Diccionario de sinónimos, tan desconocido hoy en día, para infortunio de nuestras proles ignaras. Lo “obsceno” -es decir, nuestro título en comento- tiene al menos tres sentidos en lengua castellana. En primer lugar (1), como sinónimo de “deshonesto”. Esta palabra hace referencia al hombre que, en palabras o en obras, falta a la honestidad y decencia que la naturaleza y la sociedad exigen; que se expresa y obra sucia y torpemente. La diferencia entre lo obsceno y lo deshonesto radica en una cuestión de grado respecto del pudor o recato o vergüenza inocente (el pudor es el sonrojo particular de la candidez): lo deshonesto ofende el pudor; pero lo obsceno lo termina. Lo obsceno, por lo tanto, es aquello que es en sí mismo sucio, que viola abierta y descaradamente, con cierta vil ostentación, el pudor. Adviértase la siguiente frase: “quedé deslumbrado al darme cuenta que, si bien don Jerónimo me había robado mi fertilidad, yo me robé su potencia. Su miembro gozador pareció agotarse, quedó convertido en un apéndice vergonzoso, en cambio mi propio sexo creció, rojo como un tizón” (p. 224).
En segundo lugar (2), tenemos lo obsceno como lo disoluto (el que desprecia las leyes de la honestidad), lascivo (propenso a los placeres carnales) o lujurioso (el que hace uso desordenado de los placeres carnales). Aquí se recalca de inicio la idea de que todo lo que es contrario al pudor es obsceno, en cualquiera de estas tres dimensiones. Curiosamente, aunque presente, este es el sentido que menos se repite en el libro de Donoso.
Por último (3), tenemos lo obsceno como lo inmundo. Esta palabra se opone a “mundo”, que significa orden, compostura, perfección o pureza. Lo inmundo es, por lo tanto, lo no puro, lo no limpio, lo desaseado. Por su parte la voz española “obsceno” deriva de obscoenum, que indica al hombre que vive encenegado; que vive en la suciedad o en el cieno de los vicios. Coenum viene de cunire; que consistía en hacer sus necesidades en la cama, de donde viene la voz “cuna”. Así pues, lo inmundo es sucio, desaseado. Lo obsceno es inmoral, ilícito. Lo inmundo repugna, da asco. Lo obsceno escandaliza, da lástima. Lo inmundo debe purificarse. Lo obsceno debe corregirse. Ejemplos de esto hay a granel en el texto, con una mezcla entre sexualidad y deformidad; entre sexualidad y suciedad; entre sexualidad y canibalismo, dominación, inconsciente, magia, que resulta progresivamente intolerable. La sola idea del enclaustramiento del hijo deforme de Azcoitía en el fundo de La Rinconada, y la reunión de los monstruos destinados a cuidarle y negarle la salida hacia el mundo de la normalidad, sugiere una perversión teratológica que, desde el efecto que es la novela, apunta insistentemente a la eminencia de la distorsión moral en la causa eficiente de la narración, que sugiere una suerte de “imbunchismo” en el sentido de Luis Oyarzún cuando afirma que es la efervescencia en la popularidad imbécil (feísmo, autodestrucción, placer en causar daño), obra del odio, del poder propelente del odio” o del resentimiento (Diario íntimo 385); la entrega al escepticismo, la pérdida absoluta de toda confianza, sin la cual no se puede vivir (Diario íntimo 167), o la negación, sobre todo, a “[…] ascender a los éxtasis posibles” más que la sola proclividad a caer en el pecado (Diario íntimo 130); pero también en el de Edwards, que se presenta como el repudio del padre aristócrata (exactamente como Jerónimo de Azcoitía) en Cumpleaños feliz (1992).
La palabra inglesa disgusting expresa con gran veracidad la impresión que me deja Donoso con su pájaro de la noche. Las instancias del texto evidencian, dejan traslucir una psicología enrevesada, enroscada en torno a ciertas asociaciones de la reproducción humana y de la fealdad que dan a luz imágenes como engendros nauseabundos. Basta recordar la escena en que una mujer mayor es “mudada” como si fuera un recién nacido; y atención a la descripción de Donoso, que no escatima detalle impúdico, es decir, obsceno. Realmente, no hay valor (pp. 124-5).
A guisa, pues, de síntesis: novela bien escrita, que por eso mismo transmite con fuerza y diafanidad las imágenes de lo obsceno. Diría: un plato de mierda en bandeja de plata. Novela hipertrófica; que doblaría su valor si se hubiera escrito en la mitad de páginas que utiliza. Novela irritante, extraña, inquietante, que te hace querer buscar en la mente del autor, aún sabiendo que probablemente no te guste lo que encuentres, para preguntarle por qué tanta fealdad, tanta miseria, tanta, tanta soledad.
Voy a esperar un poco antes de volver a Donoso.

sábado, 25 de agosto de 2012

El vino de la soledad





La irrupción de Irene Némirovsky en la primera línea del universo literario, con la publicación de Suite Francesa (Éditions Denoël, París, 2004; Existe versión española en Salamandra, Barcelona, José Antonio Soriano trad.) produjo un enorme interés por su obra, hasta ese momento desconocida. Estoy convencido de que el nivel de su prosa la sitúa inmediatamente junto a aquellos que, en mi opinión, son los más grandes escritores del siglo XX: Josef Roth, Thomas Mann, y en cierta medida Herman Hesse.

Esta extraordinaria escritora nació en la ciudad de Kiev el año de 1903. Su padre, León Némirovsky, era uno de los banqueros judíos más ricos de Rusia. Su madre, Faïga, se hacía llamar Fanny (probablemente como expresión de su afrancesamiento), y carecía casi por completo de instinto maternal -según los testimonios. La autora de Suite Francesa hará explícito, durante su adultez, el rechazo que ésta le producía; nunca se preocupó afectiva ni pedagógicamente de ella, dedicada siempre a ensoñaciones banales del gran mundo, sin llegar a imaginarse el universo de sensibilidad que abrigaba en soledad el corazón de su hija.

Este es, justamente, el tema de El vino de la soledad (Le vin de solitude, París, 1935. Existe versión española: Salamandra, Barcelona, 2011. José Antonio Soriano, trad.). La escritora ucraniana, sin filtro literario alguno, se convierte en el alter ego de la pequeña Elena Karol, cuyo padre no está casi nunca en casa, y cuya madre la desatiende para entregarse a todo género de superficialidades: amantes, París, riqueza y libertad.

Se hace más o menos evidente, de la lectura de esta novela,  que Némirovsky ha aprendido las lecciones de sus maestros Tolstoy y Proust; especialmente en la recreación de los ambientes y de las atmósferas en que se deslizan con suavidad sus personajes. En general son descripciones breves, limpias, certeras, como el corte de un bisturí en manos de un profesional.


La pequeña Elena no disimula su parecido con la malograda autora, que hubiera querido ser bonita. La niña está dotada de una sensibilidad fuera de lo común, que impide a mi juicio que el libro llegue a ser apreciado unánimemente en toda su belleza melancólica. La existencia de la protagonista está marcada por dos elementos, que cruzan el escenario psicológico de la primera parte, al menos, de la obra: la soledad y el aburrimiento. No se trata de una soledad corpórea, pues la institutriz francesa no se separa de ella. Es más bien una soledad del alma, una ausencia que habla de desolación donde debiera haber gozo. En este sentido, es entendida aquí como un mal, un mal de afectos traidores como dientes que no muerden u oídos que no oyen; un mal de ausencia de lo que no podía, en ningún sentido, faltar: amor de los padres, que equivale a decir amor incondicional.


El aburrimiento es también parte importante de la escena. Atención al siguiente párrafo: "las clases y los deberes se habían sucedido desde la mañana sin un instante de respiro. Pero le gustaban los libros y el estudio, como a otros el vino, porque ayuda a olvidar. ¿qué otra cosa conocía? Vivía en una casa desierta y silenciosa. El sonido de sus pasos en las habitaciones vacías, la quietud de las gélidas calles tras las ventanas cerradas...la temprana oscuridad..." (p. 78). Como el terruño del alma de Elena parece fértil, la falta de entretenciones deriva su atención hacia el estudio. Hoy, nada de esto podría haber sido escrito: el autor y el personaje se habrían dedicado a ver televisión, a bajar música y películas de internet, o a perder el tiempo miserablemente en You Tube o Grooveshark…si no jugando Wi. Hay que agradecer que todos estos inventos hayan sido posteriores a las obras maestras del siglo XX.

La circunstancia de que el personaje principal sea inteligente y posea sensibilidad artística es lo que marca la narración. La voz interior de Elena lleva al lector a observar la realidad a través de un tamiz que la hace iridiscente; en este sentido la profundidad del espíritu actúa como una droga. En el caso de Némirovsky, al menos en esta novela, la lujuria del colorido se expresa, extrañamente (aquí radica en parte su virtuosismo), por medio de una tonalidad opaca, suave, pálida, a caballo de una prosa que es una densa humareda, y que no acaba nunca de encenderse en el fuego final. Tiene, por así decirlo, la monotonía de los días grises, la ironía melancólica de un hombre mayor: "¡qué vieja se puede ser a los doce años!" (p. 75).

Pero cuidado. La dulce y tierna criatura, como ocurre muchas veces en la vida, tiene en realidad el corazón emponzoñado. A partir del capítulo quinto podría decirse que, al menos aparentemente, la novela da un vuelco. Hasta aquí nos han descrito un carácter tímido, sensible y bondadoso, cuyas penurias tienden despertar la compasión del lector, no sólo por la objetiva injusticia de los hechos, sino especialmente por la asombrosa capacidad de recrearlos que la protagonista exhibe. Sin embargo, poco a poco, con frases finas y puntiagudas, comienza a salir de su interior una vaharada de odio que explota después en la venganza que cierra el círculo del libro.

Este es uno de los caminos posibles que el personaje puede recorrer. Sin embargo, Némirovsky no es inocente ni simple. Tal vez por su refinada inteligencia; pero tal vez también porque las palabras que conforman este libro son pequeños trozos de vivencias personales de la autora. He aquí, en general, uno de los milagros del arte: producir una copia que se torna indiscernible del modelo. Es probable que esto, a la postre, la redima. El carácter abstractamente angelical de la sufriente Elena en los primeros capítulos, sin embargo, no puede permanecer incólume en la realidad. La vida de un niño sin afecto se encamina a una crisis, de la cual puede salir fortalecido (un keirós poco frecuente), o herido como un pájaro por una andanada de balines. La Elena de Némirovsky une a su desgracia un carácter impetuoso, que le lleva a murmurar una melancólica profecía: “no podrán conmigo,. Soy valiente…que me quede al menos eso…Soy mala, tengo el corazón duro, no sé perdonar, pero soy valiente…” (p. 109).

El dolor sigue pues el curso natural en animal herido: la revuelta del alma, la afirmación del yo contra la adversidad y el desprecio de lo que ha mendigado: “no pediré ayuda a nadie y menos a ellos. No los necesito. ¡Soy más fuerte que los dos juntos! ¡No me verán llorar! ¡No son dignos de ayudarme! Nunca volveré a pronunciar su nombre… (el de mademoisille Rose, la institutriz que acaba de morir; única fuente de afecto con que la niña cuenta hasta este punto de la narración)” (p. 112).

El verdadero vuelco se producirá un poco más adelante, cuando esta necesidad de autoafirmación se transforme en deseo de venganza: “…¡no soy una santa, no puedo perdonarla! ¡Espera, espera un poco y verás! Te haré llorar como me hiciste llorar a mí…Nunca me enseñaste a ser buena, a perdonar…Es muy sencillo, no me enseñaste más que a temerte y comportarme en la mesa. ¡Qué odioso es todo! ¡Cuánto dolor! ¡Qué malo es el mundo! ¿espera, amiga mía, espera! (p. 143). Y “¡vengarme! ¡Ay, a eso no puedo renunciar…creo que preferiría morir a renunciar!” (p. 148).

En cierta legítima medida, el lector puede sentirse defraudado por esta vulgarización, este envilecimiento de un personaje que, hasta ese momento, recibe toda la catártica compasión de sus atribulados seguidores. Ello, sin embargo, sería una solución simple, como si la realidad pudiera cortarse en dos mitades totalmente inmaculadas. Pero la textura espiritual de Elena es más compleja que la burda aspiración a la puridad. El progresivo conocimiento de sus propias fuerzas, barnizado de juventud, insufla en su pecho deseos de aventura y de riesgo que desafíen la suerte y la providencia; o al menos tener –pide-, una vida normal, vida cuyo contenido se explica en la frase siguiente: “tener una madre como las demás”, lo cual es inmediatamente desechado por ser “demasiado tarde”.

Esta complejidad, natural en términos de que los seres reales no son principios separados y auto-idénticos, se traduce en que el odio de Elena, y sus violentos deseos de venganza, se mezclan con el arrepentimiento y la culpa, que en su caso se desencadena en la nostalgia implícita de lo que ella sabe que es, por contraste con aquello en lo que se está convirtiendo: una mujer de corazón duro, cuyo caso reitera el valor de la vieja predicción clásica: corruptio optimi pessima (la corrupción de lo excelente es la peor). Esto es lo que, contemplando sus propios deseos de venganza, le lleva a exclamar “en el fondo, no soy mejor que ellos” (p. 160).

Sin embargo, el arte de Némirovsky nuevamente consigue huir de las caricaturas; quizás porque no hace otra cosa que hablar de sí misma y de lo que efectivamente tuvo lugar en los vaivenes de sus sentimientos. La pequeña Elena, que ha superado los quince años, vuelve a cambiar cuando Max, el amante de su madre por muchos años (y primo suyo) se marcha a Londres y las abandona. La protagonista se transforma entonces en un testigo privilegiado del derrumbe de una época entera, simbolizado en la decadencia de su familia donde, como ella misma dice, el odio deja paso al horror (p. 203).

Una vez que se han dispuesto las piezas para el final de la novela, Némirovky vuelve a hacer gala, en mi opinión, de su enorme virtuosismo literario, a propósito de la descripción del armenio, el nuevo amante de la decrépita madre, que hurga en las posesiones de su marido muerto como una rata en la bodega de una posada.

Estamos, para terminar estas notas, en presencia de una prosa de gran altura, que se acompaña con una interesante historia, tomada de la vida misma de la autora. Seguramente todos sus libros no tienen más que un único y reiterado argumento: su madre y su padre, el desamor. Esto carece de toda importancia, ni significa en modo alguno un demérito literario. En los grandes escritores no suelen haber muchos más. El tema de una narración es importante; pero lo es mucho más el arte para contarla. Cualquiera puede echar un tema sobre la mesa, pero sólo los hombres talentosos pueden vestirlos con las palabras apropiadas, como un aire húmedo y fresco del amanecer, irisado, salpicado de luces, que nos hace soñar con promesas incumplidas y amores por nacer.